Ecos de mi memoria
En
las tardes de verano, sentada en el porche de la casa de campo de mi
abuela heredada por mis padres, me asaltan los recuerdos de viejas
historias, llenas de misterio, que aquella me contaba cuando yo era
tan solo una niña. El murmullo del arroyo que se oculta en el bosque
los transporta hacia mí y como un ligero eco estival penetran en mis
oídos y resuenan dulcemente dentro de mi cabeza, susurrando
evocaciones del pasado a mi memoria...
Al
principio no sabía con certeza si lo que contaba mi abuela había
sucedido de verdad o si simplemente era fruto de su imaginación. La
escuchaba con curiosidad mientras en la cocina de la casa nos
preparaba a toda la familia aquellos ricos suspiros hechos de
merengue con que tanto nos deleitaba. O
en el salón, especialmente durante las tardes de invierno, sentada
en el sillón al abrigo de una manta que había confeccionado para
mí. Entonces aprovechaba para narrarme historias que daban auténtico
miedo. Solo lograba abstraerme de la
atención que le prestaba el ruido de la lluvia al golpear sobre los
cristales de la ventana. Entonces giraba la cabeza para fijar la
mirada en las gotas que se deslizaban por el vidrio hasta el
alféizar.
Aquellos
fueron los mejores momentos de mi infancia... Crecí escuchando los
increíbles relatos de mi abuela. Ella aseguraba que, aunque algunos
solo se basaban en rumores o habladurías de la gente, otros, en
cambio, eran historias fundamentadas en hechos reales y que formaban
parte de los muchos secretos que solo ella conocía del señor de la
casa donde había trabajado de joven como cocinera.
Una
vez me hizo jurar sobre la Biblia que jamás revelaría ni una
palabra de lo que me contaba. Y nunca lo hice, hasta que me autorizó
a romper mi juramento en una carta dirigida a mí y que escribió
justo antes de abandonar este mundo. La recibí hace dos años,
cuando en la notaría se leyó su testamento. En ella había escrito
tres frases: “NO HAY HÉROE SIN HABER SIDO ANTES VILLANO”, “A
VECES A UN PATRIOTA SE LE TACHA DE TRAIDOR” y, por último,
“LLEGADO EL MOMENTO, LOS SECRETOS DEBEN DESVELARSE”. Junto con la
carta me entregaron una pequeña y hermosa caja de guardar tabaco
elaborada con oro, nácar y esmalte, de principios del siglo XVIII,
proveniente de Francia y de un valor incalculable.
Todos
los herederos que asistimos a la lectura de la última voluntad de mi
abuela nos sorprendimos por la cantidad y el inmenso valor de las
posesiones que nos había legado. Nos preguntamos cómo
una mujer que había trabajado toda su vida de cocinera había podido
adquirir tantas riquezas. En
la testamentaría no había ninguna acreditación que justificase la
procedencia de sus bienes. La respuesta a esta pregunta y la
confirmación de que lo que me había contado mi abuela años atrás
era cierto se hallaban ocultas dentro de la hermosa joya que tenía
en las manos... La cajita de oro esmaltada guardaba en su interior
una llave junto con una deteriorada fotografía de un matrimonio con
un bebé en brazos, un certificado de nacimiento doblado y desgastado
-escrito en alemán- y, por último, una dirección perteneciente a
un banco de Estocolmo, el Banco Nacional de Suecia. Mi madre y yo
tuvimos que viajar hasta allí, donde observamos con asombro el
contenido de la caja de seguridad: un diario dañado por el tiempo
escrito en alemán con recortes de viejos periódicos que hablaban de
sucesos en la Alemania nazi y un álbum familiar con fotografías de
un grupo de sirvientes realizando tareas domésticas en una enorme
mansión -entre las mujeres reconocemos a mi abuela trabajando en la
cocina-. Tres fotos del álbum destacan entre las demás: en una de
ellas el grupo de sirvientes posa al lado de un oficial de la Gestapo
y su esposa, en otra, el oficial de la Gestapo está sentado a la
misma mesa que Adolf Hitler -y es mi abuela quien les sirve-, en la
última, el oficial aparece solo junto a mi abuela, que sostiene en
brazos a un bebé. La imagen coincide con la de la deteriorada
fotografía guardada en la cajita de tabaco...
Por
EVA STYLE.
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